El Correo Central
Había caminado y nadie podía dudar de eso. Hasta donde fuese que hubiera caminado, otros se habrían cruzado conmigo. Habría llegado muchas veces a este mismo lugar, pero ahora algo ha cambiado. Los edificios conservaban sus años y su altura. Las calles cambiarían la luz del sol por otra para permitirle a los demás detenerse o volver a caminar.
En ese momento, alguien sujetó mi brazo dirigiéndome por encima de los autos hacia una esquina del edificio del Correo Central.
Siempre me había preguntado sobre la existencia de esa pequeña puerta. El resto de mi cuerpo pensaba en otra cosa.
Como si una parte de la historia hubiese resultado inútil, de algún modo terminé adentro.
Los demás aparecieron ante mí, como si siempre hubieran estado allí, esperándome.
Ni ellos ni yo teníamos nada que preguntarnos. Todos podíamos respirar, todos sabíamos que estábamos debajo del Correo Central.
Caminé durante horas como había caminado antes y noté que los edificios se deterioraban de igual manera que arriba y que la gente se ocupaba de sus cosas.
Lo que se hacía arriba me importaba tan poco como lo que podía hacerse abajo.
Nada había en este lugar que yo no hubiese visto antes, que no hubiese deseado, que no hubiese querido destruir. Pero si hay un objeto capaz de unir a uno con el otro, ese objeto es el reloj.
-¿Cómo tengo que hacer para salir de este lugar?
-Hacerse invisible es la única manera de entrar o de salir.
¿O acaso los árboles nos muestran sus raíces?
Son bellas esculturas que se expanden por debajo y sólo pueden hacerlo si se ocultan.
Llegaste hasta aquí sin que nadie lo notase y para salir tendrás que hacerlo de la misma manera.
Tenía una ventaja: nunca me había dejado engañar por un árbol. Cuando era pequeña sospechaba que metros antes ya caminaba por encima de él.
La naturaleza puede ser perversa pero siempre se verá eclipsada por la desconfianza del hombre.
Y así es como finalmente comprendí el valor de haber visto un árbol por primera vez y lo importante que es poder recordarlo. Recordé la risa, la sensación de presenciar un falso ejemplo. Sólo que esta vez no pude reír. Seguía preguntándome cómo salir de allí y al mismo tiempo caminé escaleras abajo.
Caminar no implica llegar.
Alguien interpuso su cara en medio de esta historia. Y yo me detuve por un momento allí. Me decía cosas que nunca más quisiera repetir. Esa cara de la que hablo ahora resulta que no era la única. Unos metros detrás, había decenas de caras idénticas, dispuestas en columnas y filas y como siempre estuve acostumbrada a que la cara de alguien no debe repetirse, comencé a pensar que finalmente había perdido la razón.
Las observé como quien asegura ver a alguien que ha vuelto de la muerte. Y así el tiempo transcurrió y sucedieron cosas que ahora no resultan importantes.
Movían sus manos y juntaban sus labios de maneras diversas. Había ojos que se abrían y se cerraban más rápido que otros.
Uno de ellos terminó sobre mi hombro. Él estaba cerca de mi oído, quizás vivía adentro de él. Pero lo importante es que ahora existe. Ahora puedo escucharlo y ahora él lo sabe.
Mencioné las escaleras. Escaleras que fueron pensadas para caminar hacia abajo. Centenares de casas me miraban por primera vez como si yo pudiera quedarme junto a ellas.
Son incontables las cosas que el tiempo les ha hecho y me observan como si yo hubiese formado parte de esa batalla.