Los que trepan los roperos
Los que se escondieron abajo podían cerrar la puerta, porque eran espacios más amplios que los últimos estantes de estos altos roperos.
Cuando llegamos ya no había escondites visibles, por eso tuvimos que trepar.
Los refugiados de abajo estaban a salvo pero nosotros sólo teníamos a los de enfrente con las puertas trabadas siempre abiertas y a los costados respiraban y hablaban otros más.
Siempre tuve miedo, antes, cuando el miedo no significaba nada. De alguna manera, sentía que esta vez el miedo llegaría hasta mí como ese sentido del que había escuchado tanto hablar, como un sentido nuevo que se anunciaría trepando.
Hasta ese entonces, pensaría en los demás. Y cuando finalmente llegara hasta aquí, ya habría imaginado un plan.
Annie era una chica muy simple. Silbaba y entre sus manos había un cuaderno que hacía de cuenta que terminaba de leer.
A veces me miraba, pero yo fingía no saber que ella estaba ahí.
Sobre mi hombro izquierdo, me acostumbré a escuchar a un hombre que lloraba cada vez que Annie se iba a dormir.
Sobre mi hombro derecho una mujer contaba con voz pausada uno por uno los números naturales hasta el cinco. Esa mujer contaba y yo la escuchaba así: Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Los números a partir del seis no existían para ella y poco tiempo pasó hasta que no existieron tampoco para mí.
Durante mucho tiempo hubo gente que sólo conocí por la forma de sus manos, de sus piernas, de sus extremidades.
El resto de sus cuerpos volvía a abandonarlos, logrando desprenderse.
Esa extensión que los seguía detrás, ese peso conceptual que sabiamente iba a durar tan poco:
una metrópolis perdiendo sus calles principales.